Helen Keller sufrió una penosa enfermedad cuando
era una bebita de diecinueve meses, y
quedó completamente sorda y ciega. Con la ayuda
paciente y entregada de su profesora,
Anne Sullivan, Helen aprendió a leer y a
comunicarse mediante el tacto, ingresó en la
universidad, se graduó, y llegó a ser una exitosa
escritora y una excelente conferencista
que recorrió el mundo despertando conciencias y
sembrando amor a la justicia y a la vida.
“Mi trabajo por los ciegos –escribió- nunca ha
ocupado el centro de mi personalidad. Mis
simpatías están con todos los que luchan por la justicia”.
La llamaron “la trabajadora
milagrosa”, y le gustaba repetir que, “peor que no
tener vista, es no tener visión”.
Ciertamente, muchas personas tienen los ojos en muy
buen estado y ven perfectamente,
pero carecen de una apropiada visión de la existencia
y de la vida. Por ello, le dan una
importancia desproporcionada a cosas
intrascendentes y se hunden en la angustia porque
“me salió un grano horrible”, “me miró feo”, o
preocupados por divertirse, pasarlo bien,
amontonar cosas o buscar fama, dinero, poder..., se
olvidan de vivir. Tampoco saben mirar,
admirar. Perdieron la capacidad de asombro.
Helen Keller nos propone un ejercicio muy sencillo
para que seamos capaces de apreciar y
agradecer todo lo que se nos brinda graciosamente y
de hacer conscientes las
innumerables posibilidades de disfrute y gozo
profundos que nos regala cada momento de
la vida. Nos dice que sería bueno que, al comienzo
de su juventud, todo ser humano se
quedara ciego y sordo por unos pocos días. La
oscuridad le haría apreciar más el don de la
vista, y el silencio le enseñaría los deleites del
sonido. Por eso, fue capaz de escribir estas
luminosas palabras:
Yo, que soy ciega tengo un consejo para los que
pueden ver: usen sus ojos como si
mañana fueran a perder la vista. Y hagan lo mismo
con los demás sentidos: escuchen la
musicalidad de las voces, los trinos de los
pájaros, los poderosos acordes de una orquesta,
como si el día de mañana fueran a quedarse sordos. Toquen
y acaricien cada objeto como si mañana fueran a despojarlos del sentido del
tacto. Huelan el delicado perfume de las
flores, deléitense con el sabor de cada bocado,
como si nunca más pudieran volver a oler
ni a paladear nada.
En cierta ocasión, le preguntaron a Helen Keller
qué haría si pudiera recobrar la vista al
menos por tres días. Esta fue su respuesta:
El primer día sería muy ajetreado. Llamaría a mis
amigos más queridos y observaría largo
rato sus rostros para grabar en mi mente las
manifestaciones externas de su belleza
interior. Dejaría que mis ojos se posaran también
en la cara de un bebé recién nacido, a
fin de captar un atisbo de ese candor anhelante y
bello que antecede a la conciencia
individual de los problemas de la vida. Querría ver
los libros que otras personas me han
leído y que me han revelado mil secretos profundos
de la existencia humana. Y me gustaría
ver los confiados ojos de mis fieles perros, el
pequeño terrier escocés y el robusto gran
danés.
Por la tarde, daría un largo paseo por el bosque y
me regodearía contemplando las
maravillas de la naturaleza. Y elevaría una
plegaria al cielo ante el prodigio multicolor del
ocaso. Esa noche, supongo, no podría conciliar el
sueño.
Al día siguiente, me levantaría al amanecer y
presenciaría el estremecedor milagro por el
cual la noche se transforma en claridad.
Contemplaría llena de asombro el magnífico
espectáculo de luz con que el sol despierta a la
tierra durmiente.
Dedicaría este día a echar un vistazo al mundo,
pasado y presente. Querría ver la
evolución del progreso humano, y para ello
visitaría los museos. Allí mis ojos verían la
historia abreviada de la Tierra: los animales y las
diversas etnias humanas recreadas en
su ambiente natural; los esqueletos gigantescos de
los dinosaurios y mastodontes que
vagaban por el mundo antes de que apareciera esa
pequeña criatura de poderoso cerebro
–el hombre -y conquistara el reino animal.
Mi siguiente visita sería al Museo de Arte. Conozco
bien a través del tacto las figuras
esculpidas de los dioses y las diosas del antiguo
Egipto. He palpado con los dedos
reproducciones de los frisos del Partenón, y
percibido la grácil belleza de esculturas de
guerreros atenienses en acción. El rostro barbado y
tosco de Homero me es muy querido,
ya que él también supo lo que es estar ciego.
Así pues, el segundo día intentaría penetrar en el
alma humana a través del arte. Podría
ver las cosas que conocí por medio del tacto, pero
en todo su esplendor: el magnífico
mundo de la pintura quedaría expuesto ante mis ojos
(...).
Pasaría la tarde del segundo día en un teatro o un
cine. (...). Yo no puedo disfrutar la
belleza del movimiento rítmico más que con la
limitada capacidad del tacto de mis manos.
Sólo puedo entrever en mi imaginación la gracia de
una Ana Pavlova, aunque conozco en
parte el deleite del ritmo, ya que a menudo puedo
sentir la cadencia de la música cuando
hace vibrar el piso. Bien puedo imaginar que el
movimiento cadencioso debe ser una de las
visiones más disfrutables del mundo. He logrado
formarme una idea de esto al recorrer con mis dedos las líneas del mármol
esculpido, y si esta gracia inmóvil puede ser tan
hermosa, ¡más intensa aún ha de ser la emoción de
ver la gracia en movimiento!
A la mañana siguiente, de nuevo daría la bienvenida
al amanecer, ansiosa por descubrir
otros deleites, otras manifestaciones de la
belleza. Este día, el tercer, lo pasaría en el
mundo de la gente común, en los sitios donde se
divierten y donde batallan para ganarse el
sustento. La ciudad se convierte en mi destino.
Me detendría primero en una esquina transitada a
mirar en silencio a la gente, intentando
con ese simple acto comprender algo de su vida
cotidiana. Veo sonrisas y me siento feliz.
Veo una firme determinación y me lleno de orgullo.
Veo sufrimiento y aflora en mí la
compasión (..). Estoy segura de que los colores de
los vestidos de las mujeres que caminan
entre la multitud son un espectáculo maravilloso
del que nunca podría cansarme. Pero es
posible que, si pudiera ver, fuera yo como la
mayoría de las mujeres: estaría demasiado
interesada en la moda para prestar atención a la
belleza de los colores entre un gentío.
Podemos ver y no valoramos los milagros del color,
el estallido de un amanecer, de una
flor, de un pájaro, de una sonrisa. Podemos oír y
no somos capaces de escuchar la
suprema sinfonía que entona el universo, ni la
canción melodiosa del agua, de la brisa, de
las voces amadas. Somos millonarios en dones y en
disfrutes, se nos regala cada día la
existencia y todo un mundo lleno de prodigios, y
nos creemos pobres, desdichados,
miserables...
Es muy conocida la historia de aquel ciego que
pedía limosna sentado en un andén de
París con una gorra a sus pies y un pedazo de
madera escrito con tiza blanca: “Por favor,
ayúdeme, soy ciego”.
Un publicista del área creativa que pasaba enfrente
de él, se paró y vio muy pocas
monedas en la gorra. Sin pedir permiso, tomó la
madera y la tiza y escribió otro anuncio.
Volvió a colocar el pedazo de madera a los pies del
ciego y se fue.
Al caer de la tarde, el publicista volvió a pasar
enfrente del ciego que pedía limosna. Su
gorra, ahora, estaba llena de monedas.
El ciego reconoció las pisadas del publicista y le
preguntó si había sido él el que había
escrito el nuevo letrero y sobre todo quería saber
qué decía en él.
El publicista respondió: “Dejé su mismo mensaje,
pero lo escribí de otro modo”, y
sonriendo, continuó su camino.
El ciego no supo lo que estaba escrito, pero su
nuevo letrero decía: “Hoy es primavera en
París y yo no puedo verla”.
Levántate de tu melancolía, sacude tu pesimismo y
deja ya de quejarte. Reconoce,
disfruta y agradece lo maravilloso que eres y todo
lo que se te ha dado. Nadie como tú,
nadie superior ni inferior a ti. Sumérgete en el
insondable misterio de la vida, de tu vida.
En la escuela nos enseñaron a admirar las grandes
obras del arte y de la literatura universal
y nos asomaron a los portentos de la ciencia y de
la tecnología, capaces de crear aparatos
y máquinas cada vez más sofisticados. Pero no
fueron capaces de sembrarnos el asombro y
la admiración de la extraordinaria obra de arte,
infinitamente más maravillosa que todas las
genialidades de los artistas y científicos, que
somos cada uno de nosotros.
Esto sí lo entendió bien aquel niño que, ante la
pregunta de su maestra que después de un
proyecto de aula sobre los grandes inventos de la
humanidad, pidió a sus alumnos que le
dijeran algo realmente maravilloso que no existía
hace veinte años, respondió con aplomo:
Yo, Maestra. Respuesta genial, llena de esa
profunda sabiduría que sólo poseen los niños
y los hombres y mujeres sencillos.