MEDIOCRIDAD
ESPIRITUAL
Los
corazones han sido examinados, las obras evaluadas. En ellos se encuentran
todos los datos necesarios para un análisis acertado del estado espiritual de
la iglesia. El veredicto, cuando finalmente es pronunciado, ¡contiene una revelación
devastadora!: «No eres frío ni caliente.
¡Ojalá
fueras frío o caliente! Así, puesto que eres tibio, y no frío ni caliente, te
vomitaré de mi boca.» (Ap 3.15-16) Con una contundencia que no admite
discusiones, la iglesia de Laodicea, que se jactaba de ser tan especial, es
llamada miserable y digna de lástima, pobre, ciega y desnuda (Ap 3.17).
¡Y no era
para menos! De todas las condiciones que pueden afligir al ser humano ninguna
es tan triste como aquella que seduce a la persona a creer que es rica cuando
en realidad vive en la pobreza más desdichada. Como pastores, con seguridad el
lamentable cuadro de la iglesia de Laodicea nos ha dejado pensativos en más de
una ocasión. ¿Qué pasaría si el Señor pronunciara un veredicto similar acerca
de las congregaciones donde nos ha puesto como pastores? Sin embargo, tal
veredicto parece poco probable cuando recordamos nuestros permanentes esfuerzos
por movilizar a las personas hacia vidas de mayor entrega y pasión.
Sospecho,
aun así, que nuestras fogosas denuncias contra la tibieza y la mediocridad
revelan algo más que el deseo de lograr un mayor compromiso en nuestra gente.
Muchas veces, lo que más nos asusta es ver las incipientes manifestaciones de
la mediocridad en nuestras propias vidas. Fácilmente reconocemos los síntomas
en el ministerio que llevamos a cabo: sermones preparados a las corridas,
estudios improvisados para salir del paso, compromisos no cumplidos, consejos
huecos que no practicamos nosotros, oraciones sin pasión y ministerios faltos
de entusiasmo. Por donde miremos vemos que la tibieza está al acecho.
Nuestras
denuncias producen la ilusión de estar combatiendo con fervor los efectos de la
mediocridad. Pero rara vez logran frenar el avance de este mal.
La
mediocridad delata la ausencia de una relación profunda con el Señor. El ángel
no le recomendó a la iglesia involucrarse en más actividades, sino que abriera
la puerta de su corazón y permitiera que él fuera una vez más el protagonista
de eventos tan íntimos y cálidos, como el cenar juntos (Ap 3.20). Lo que
necesitamos, entonces, es recuperar esa relación apasionada que produce un
fuego divino en nuestro ser y permite que seamos calificados como «calientes».
Quisiera
sugerir que nuestra relación con el Señor es con frecuencia tibia porque gran
parte de las actividades de nuestra vida cristiana no conducen hacia una mejor
relación con él. Nos mantienen ocupados en lo que aparentemente son actividades
espirituales, pero no producen una profundización en nuestra relación con el
Dios que servimos. La verdad es que una relación íntima con él es más el
producto de lo que él hace, que de lo que nosotros hacemos. Nuestro esfuerzo
solamente puede servir para responder a la obra que él está haciendo en nuestro
corazón. Observemos, entonces, tres elementos que pueden colocarnos en esa
posición donde el Alfarero Divino puede actuar sobre nuestros corazones.
Tres
herramientas para cultivar una vida de intimidad con Dios
1. La
disciplina
Entre las
variadas exhortaciones que Pablo le deja a su discípulo Timoteo, encontramos
esta: «Pero nada tengas que ver con las fábulas profanas propias de viejas. Más
bien disciplínate a ti mismo para la piedad.» (De la versión La Biblia delas américas 1Ti 4.7) Dos importantísimas verdades se
desprenden de esta exhortación:
La
primera verdad es que la vida espiritual no se mide por las muchas palabras.
Tan fuerte es la tendencia de los hombres a hablar más de la cuenta, que Pablo
exhorta al joven Timoteo, al menos siete veces en sus dos cartas, a que evite a
toda costa «las palabrerías vacías y profanas, y las objeciones de lo que
falsamente se llama ciencia» (1 Ti 6.20).
Esto no
se debe a que Timoteo tenía una particular debilidad por las discusiones y
contiendas de palabras, sino al hecho de que el cristiano en general tiende a
creer que hablar de las verdades del Reino es lo mismo que practicarlas. Hemos
perdido de vista, por ejemplo, que no es lo mismo hablar de la oración, que
orar. Ni es la misma cosa enumerar las virtudes de la evangelización que salir
a compartir la fe con otros.
Si bien
nuestras palabras pueden alentar a la práctica en algunos, la verdad es que las
palabras sobran entre los que son de la casa de Dios. Pero la vida espiritual
pasa por otro lado. El sabio Salomón advertía hace más de 3.000 años: «Guarda
tus pasos cuando vas a la casa de Dios, y acércate a escuchar en vez de ofrecer
el sacrificio de los necios... no te des prisa en hablar, ni se apresure tu
corazón a proferir palabra delante de Dios.» (Ec 5.1 y 2). No está de más
recordar que las palabras no solamente son poco eficaces para producir cambios,
sino que también en la abundancia de ellas hay pecado.
La
segunda es que la alternativa señalada por Pablo al joven Timoteo es el camino
de la disciplina. El apóstol escoge la palabra griega gimnazo del cual sacamos
el término gimnasia, y que también podría traducirse «ejercicio, disciplina, o
entrenamiento». En lo que al cuerpo se refiere, la gimnasia consiste en una
serie de ejercicios cuyo fin es asegurar un buen estado de salud. Los
ejercicios no son un fin en sí; la meta es el estado que produce en nosotros.
Sin
embargo, no somos personas acostumbradas a exigirle mucho ni a nuestros cuerpos,
¡ni tampoco a nuestras almas! Es que, por naturaleza, somos un tanto
holgazanes. Al igual que los discípulos, el menor esfuerzo produce en nosotros
fatiga y nos quedamos dormidos (Mt 26.41). Pero Pablo conocía el valor de la
disciplina. Usando la misma analogía, había escrito a los Corintios: «yo golpeo
mi cuerpo y lo hago mi esclavo personal, no sea que habiendo predicado a otros,
yo mismo sea descalificado» (1 Co 9.27).
En el
ámbito espiritual también existen ejercicios, disciplinas que podemos usar para
mantener en buen estado nuestros espíritus. Algunos de ellos incluyen prácticas
como el ayuno, la oración, el estudio de la Palabra, el silencio, el servicio,
la alabanza, la adoración y el servicio. El valor de estas es que nos colocan
en ese lugar donde Dios puede profundizar su relación con nosotros. Pero para
llegar a ese lugar, debemos acostumbrarnos a exigirle más a nuestro espíritu
que cinco minutos diarios con el Señor. Quien aspire a caminar en intimidad con
Dios deberá ser una persona dispuesta a practicar esas actividades que abren el
camino hacia una relación más estrecha con él, y en la medida en que procuramos
su rostro, él irá produciendo en nosotros la transformación tan anhelada (2 Co
3.18).
2. El
sufrimiento
Un
segundo elemento que Dios usa para cultivar su relación con nosotros salta a la
vista a medida que recorremos las páginas de las Escrituras. Es una constante
en la trayectoria de los grandes siervos. A todos, sin excepción, les tocó
transitar por el camino del sufrimiento.
Abraham
esperó veintinueve interminables años para que Dios cumpliera la promesa que le
hizo cuando salió de la casa de sus padres, y convivió gran parte del tiempo
con el silencio. José bebió de la copa amarga de la traición y experimentó
trece años de esclavitud y prisiones en una tierra extraña. Moisés, habiendo
expresado con violencia su pasión por su propio pueblo, tuvo que vivir cuarenta
años en el desierto, lejos de la riqueza, el favor y la comodidad que habían
caracterizado su vida en Egipto. David, por su parte, pasó doce años en el
desierto, huyendo del mismo rey cuyo prestigio había salvado venciendo a
Goliat. Llegó al extremo de fingir locura y procurar refugio entre sus enemigos
mortales, los filisteos.
En el
Nuevo Testamento encontramos también esta asombrosa afirmación acerca de Jesús:
«Cristo, en los días de su carne, habiendo ofrecido oraciones y súplicas con
gran clamor y lágrimas al que podía librarle de la muerte, fue oído a causa de
su temor reverente; y aunque era Hijo, aprendió obediencia por lo que padeció.»
(He 5.7-8) También en 2 Corintios 11 podemos observar la lista de experiencias
por las cuales pasó el apóstol Pablo. Incluye azotes, apedreos, naufragios,
cárceles, frío, hambre, desnudez y un sinnúmero de otras «calamidades».
Así, el
Señor forma el corazón de sus siervos por medio del sufrimiento. No podemos
escapar a esta verdad. Es parte del testimonio del pueblo de Dios desde tiempos
inmemoriales.
La
cultura occidental, sin embargo, no contempla la existencia del sufrimiento
como parte de la vida, pues la incansable búsqueda de la comodidad y la
satisfacción personal resulta ser uno de los grandes pilares sobre el cual se
construye nuestra sociedad materialista. Además, al igual que los discípulos,
creemos que el sufrimiento es una inevitable manifestación de algún pecado (Jn
9.2). «Quién vive en santidad», diría nuestra teología popular, «¡no sufre!»
La
iglesia del primer siglo también parece haber luchado con conceptos similares,
al punto de que Pedro les escribió: «Amados, no os sorprendáis del fuego de
prueba que en medio de vosotros ha venido para probaros, como si alguna cosa
extraña os estuviera aconteciendo; antes bien, en la medida en que compartís
los padecimientos de Cristo, regocijaos, para que también en la revelación de
su gloria os regocijéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de
Cristo, dichosos sois, pues el Espíritu de gloria y de Dios reposa sobra
vosotros.» (1 Pe 4.12-14)
Claro que
nadie en su sano juicio saldría a buscar el sufrimiento. Tampoco seríamos tan
necios como para pedirle al Padre que traiga sufrimiento a nuestras vidas.
¡Nada de eso! Sin embargo, hay algo claro y es que, lo busquemos o no, todos
vamos a transitar por momentos de sufrimiento y dolor. La diferencia en el
hombre maduro en Cristo es que ve en estas experiencias una oportunidad para
profundizar su relación con Dios y tomarse más fuerte de la mano de su Señor.
Por eso, Pablo testificaba que en el sufrimiento «aunque el hombre exterior va
decayendo, sin embargo nuestro hombre interior se renueva de día en día... al
no poner nuestra vista en las cosas que se ven, sino en las que no se ven,
porque las cosas que se ven son temporales, pero las que no se ven son eternas»
(2 Co 4.16-18).
Al igual
que las disciplinas de la vida espiritual, el sufrimiento no es lo que nos
santifica. El sufrimiento, si tenemos la actitud correcta, simplemente nos
coloca en ese lugar donde podemos ser tratados más profundamente por el
Espíritu de Dios. De manera que si aspiramos a mayor madurez en nuestra experiencia
cristiana, tendremos que familiarizarnos y hasta «amigarnos» con el
sufrimiento, entendiendo las maneras que Dios lo usa para traer mayor santidad
a nuestras vidas.
3. Las
relaciones profundas
Un tercer
elemento que actúa profundamente en la transformación de nuestro ser es la
posibilidad de entablar relaciones significativas con otros peregrinos que
están avanzando hacia la madurez.
Esto
también es algo muy resistido por nuestra cultura occidental. Vivimos en
tiempos en los cuales el egocentrismo del hombre ha llegado a niveles nunca
vistos en el pasado. Se ha perdido el sentido de comunidad y en su lugar,
tenemos sociedades que no son más que la suma de individuos deseando avanzar
hacia el cumplimiento de sus propias metas. En la iglesia, nuestra definición
de comunión es compartir la vida con otros durante las dos o tres horas que
estamos reunidos juntos cada semana.
¡Qué
diferente es el panorama del Nuevo Testamento! En sus páginas, el crecimiento
nunca se ve como el fruto del esfuerzo individual, sino más bien como producto
del buen funcionamiento del cuerpo. En Efesios se afirma que «hablando la
verdad en amor, crezcamos en todos los aspectos en aquel que es la cabeza, es
decir Cristo, de quien todo el cuerpo, estando bien ajustado y unido por la cohesión
que las coyunturas proveen, conforme al funcionamiento adecuado de cada
miembro, produce el crecimiento del cuerpo, para su propia edificación en
amor.» (Ef 4.15, 16) Entonces, cuando abrimos nuestras vidas a este tipo de
relaciones profundas, podemos experimentar un crecimiento que nunca se podrá
alcanzar a solas.
Jesucristo
mismo nos enseñó que la única característica que verdaderamente nos
identificaría como sus discípulos era el amor de los unos por los otros (Jn
13.35 y 17.21). Y la medida de ese amor es la del Hijo de Dios, que le dijo a
sus discípulos: «un nuevo mandamiento os doy, que os améis los unos a los
otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros.» (Jn
13.34) En esas palabras están encerradas todas las actitudes y acciones que
caracterizaron la vida del Mesías entre nosotros, una vida de devoción,
servicio, paciencia, ternura, firmeza y compromiso sin igual.
Las
cartas del Nuevo Testamento además, dedican mucho espacio a las implicaciones
de este amor. La descripción más clara y práctica la encontramos en Filipenses
2, cuando Pablo nos anima: «Nada hagáis por egoísmo o por vanagloria, sino que
con actitud humilde cada uno de vosotros considere al otro como más importante
que a sí mismo, no buscando cada uno sus propios intereses, sino más bien los
intereses de los demás.» (Fil 2.3 y 4) De esta forma se nos llama a entablar
una relación más profunda con los demás de lo que actualmente muchos
practicamos.
De igual
manera, el compartir en intimidad nuestra vida con otros tiene tres grandes
beneficios. En primer lugar, nos permite aprender de lo que otros están
viviendo y experimentando en su vida espiritual. Nuestro entendimiento de lo
que es el reino y el accionar de Dios siempre va a ser más completo cuando
incorporamos a nuestras vidas las perspectivas y experiencias de otros. Es
inadmisible dentro del cuerpo que algún miembro le diga a otro «no te necesito»
(1 Co 12.21). Recordemos cómo hemos sido llamados a atesorar la vida de los que
están a nuestro alrededor.
En
segundo lugar, también es valiosa la comunión con otros porque tengo a quién
rendirle cuentas. Todos nosotros perdemos la objetividad cuando analizamos
nuestras propias vidas. Comportamientos que no toleraríamos en otros siempre
parecen ser justificables en nuestra propia vida, mas cuando damos a otros la
libertad y el acceso para que nos corrijan y orienten, podremos avanzar
concretamente sobre aquellos puntos ciegos que no vemos con nuestros propios
ojos. Entonces, la exhortación de Santiago «confesaos vuestros pecados unos a
otros» (5.16), tiene mucho más valor de lo que nos damos cuenta, pues los
pecados que están a la luz ya no pueden atormentar nuestra vida.
Por
último, aprendemos la verdadera dimensión de lo que significa el amor cuando
nos relacionamos con otros. No debemos olvidar que las personas no son máquinas
y que tampoco responden a reglas o a leyes severísimas. Por eso, el caminar con
ellos demanda de nosotros que seamos flexibles, perseverantes, pacientes y
misericordiosos. Estas características, sin embargo, solamente son posibles
cuando deseamos ir más allá de un contacto fugaz con el corazón de otros. La
trivialidad de nuestros sentimientos hacia otros queda expuesta cuando queremos
acercarnos para caminar juntos. Allí comienza la verdadera expresión del amor,
y ¡qué preciosa experiencia es el compartir la vida a los niveles más
profundos!
Conclusión
Cuando
nos detenemos por un momento a pensar en estos tres elementos, podemos
fácilmente entender por qué existe tanta mediocridad a nuestro alrededor: no
forman parte de lo que la mayoría de la iglesia considera importante en la
vida. En su lugar, existe una interminable rueda de reuniones que nos dan la
ilusión de estar trabajando esforzadamente hacia una vida de mayor compromiso.
No obstante, la obra más profunda del Señor no se realiza en estas actividades
que tan fácilmente asociamos con la vida espiritual. Su obra más eficaz, es
poco visible a nuestros ojos y se lleva a cabo en aquellas actividades consideradas
comúnmente como «menos espirituales». Por esta razón, quien desea crecer debe
estar dispuesto a valorar y cultivar la espiritualidad por medio del buen uso
de la disciplina, el sufrimiento y las relaciones significativas.
Idea
básica de este artículo
La
mediocridad delata la ausencia de una relación profunda con el Señor. Tres
elementos pueden ayudarnos; la disciplina, el sufrimiento y las relaciones
profundas.
Preguntas
para pensar y dialogar
- ¿Qué pautas da el autor para
que usted pueda discernir si está viviendo en la mediocridad o no?
- ¿En qué contribuyen la
disciplina, el sufrimiento y las relaciones profundas a que usted cultive
una vida de intimidad con Dios? Explique cada una.
- ¿Puede calificar a su
relaciones de profundas? Si usted todavía no sostiene relaciones profundas
¿qué necesita hacer para que esto ocurra? ¿Cómo podría propiciar que en su
iglesia se den las relaciones profundas?
- ¿Tiene usted relaciones
profundas? ¿Cómo podría propiciar las relaciones profundas en su iglesia y
en usted?
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